Por una lengua común europea
XABIER ZABALTZA 30/05/2009 El País
Cuando
se denuncia la lejanía de las instituciones europeas respecto a los
ciudadanos de a pie raramente se incide para explicar ese hecho en la
ausencia de una lengua común. Y sin embargo, mientras los europeos no
podamos entendernos, será imposible construir una sociedad civil
supranacional, con sindicatos, prensa y asociaciones comunitarias, y
"Europa", para la mayoría de la población, seguirá siendo una lejana
cosa de tecnócratas y lobbies. Sin un idioma paneuropeo seguiremos pensando en términos nacionales, lo que supone un pesado lastre para la Unión.
En
la Unión Europea existen en la actualidad 23 lenguas oficiales. Es
decir, en el Parlamento Europeo teóricamente se precisan por lo menos
506 intérpretes, contando solamente uno por cada combinación posible, y
ese número tenderá a crecer de manera exponencial cada vez que ingrese
un nuevo Estado que posea lengua propia. De hecho, el maltés, el
luxemburgués y el turco (por Chipre) están ya en la cola de la
oficialidad y en 2011 será el turno del croata y, probablemente, del
islandés, por lo que para entonces se necesitarían 756 traductores como
mínimo. En realidad, el inglés suele emplearse como intermediario entre
los diversos idiomas, así que la labor de los intérpretes corre el
peligro de convertirse en una variante del juego del teléfono. La
mayoría de los Estados europeos, entre ellos España, son incapaces de
destinar un magro 0,7% a ayuda al desarrollo, pero cada año la Unión
Europea se gasta en traducciones nada menos que un 1% de su presupuesto,
casi 1.200 millones de euros. La pluralidad lingüística y la protección
de las minorías son, sin duda, valores muy europeos que hay que
mantener y fomentar, pero la ciudadanía tiene que ser consciente de que
tienen un coste y de que tal vez existen prioridades más perentorias.
La
imagen que proyectan algunos de nuestros representantes en las
instituciones europeas es ciertamente patética. Estrasburgo se ha
convertido en un gran cementerio de elefantes donde se jubilan con una
pensión de oro los políticos fracasados. Cuando los partidos eligen a
sus candidatos "para Europa", a menudo no tienen en cuenta su dominio de
lenguas. Así que, cuando no hay intérpretes, son incapaces de
comunicarse con los políticos de otras nacionalidades e incluso de
conocer la realidad de los países en los que ejercen su labor. Desde
luego, ésa no es la mejor manera de combatir el euroescepticismo. Hoy la
falta de competencia lingüística supone uno de los mayores desafíos a
los que tiene que enfrentarse Europa.
Es
muy fácil criticar la debilidad europea ante los Estados Unidos. Sin
embargo, la mera existencia de una diplomacia europea, aun con sus
limitaciones, es ya un éxito sorprendente. Pero sin un idioma en el que
podamos entendernos resultará muy complicado transformar esa diplomacia
común en una opinión pública común. The European, el primer y
por ahora último intento de prensa paneuropea, apenas duró ocho años.
Los europeos nos vemos así obligados a informarnos a través de medios
cuyo marco de referencia es predominantemente nacional. Y, sin una
opinión pública común, Europa seguirá siendo un enano político in aeternum.
En
Europa existen tantos hablantes nativos de ucraniano o de polaco como
de castellano. Pero, adormecidos en los cómodos laureles de la
Hispanidad, gran parte de los españoles siguen manteniendo delirios de
grandeza lingüística. En total, el 9% de los ciudadanos comunitarios
tienen el castellano como lengua materna, pero sólo otro 6% lo hablan
como segunda lengua (las cifras para el inglés son el 13% y el 38%,
respectivamente). Todavía no nos hemos enterado de que el castellano
pinta muy poco en Europa.
A finales del siglo XIX, el austriaco Johann Evarist Puchner diseñó un idioma artificial al que denominó nuove roman.
Su invento era una variante simplificada del castellano, pero,
sintiéndolo mucho por los monóglotas militantes, no conoció difusión
alguna (el esperanto, creado un poco antes por Ludoviko Lazaro Zamenhof,
ha tenido algo más de éxito). De hecho, el latín fue el idioma de las
élites intelectuales hasta principios del siglo XX y en esa lengua
presentaron sus tesis doctorales en La Sorbona, entre otros, Renan,
Seignobos, Bergson y Durkheim. Y eso que, para entonces, el francés
llevaba siglos siendo la lengua diplomática del Viejo Continente. Hoy la
opción es otra. Por más que los diferentes chovinismos nacionales se
empeñen en negarlo, a menudo con la excusa del antiimperialismo, el
idioma común europeo es el inglés. Aunque no, naturalmente, en su
variante de Oxford o Cambridge, sino en lo que el lingüista galés David
Crystal ha denominado English as a Global Language (EGL). El EGL es el latín, el esperanto y el nuove roman de nuestra época.
Termino
como empecé. Las lenguas deberían servir en primer lugar para
comunicarse y sólo después para definir una cultura o una nación. La
situación sociolingüística actual de España es mucho más compleja que la
de hace 30 años. Entonces el paradigma "lengua A" (castellano) arriba y
"lengua B" (catalán, gallego y euskera) abajo se cumplía a la
perfección. Hoy las lenguas de los inmigrantes están por debajo de las
lenguas autonómicas y es posible que pronto el inglés esté por encima
del castellano. Si se gestiona bien, esta nueva coyuntura puede ser
beneficiosa para la convivencia lingüística, porque disminuye la
diferencia de estatus entre las diferentes lenguas españolas.
Desde
el siglo XVIII, si no antes, el monolingüismo oficial ha sido un axioma
del nacionalismo estatal y una ambición de sus émulos sin Estado. La
construcción europea nos brinda la oportunidad de cerrar el ciclo
histórico del Estado-Nación y superar de una vez sus múltiples
contradicciones (siempre y cuando, claro, no convirtamos a Europa en una
especie de gigantesca Nación anglófona, en cuyo caso, el remedio será
peor que la enfermedad).
En
una realidad posnacional, el multilingüismo no puede ser sólo un
atributo de las instituciones, ni de las élites, sino de los ciudadanos
en su conjunto. Si el tiempo y la energía que se derrochan en denunciar
el trato que tal lengua (llámese castellano, catalán, gallego o
vascuence) recibe por parte de tal administración, estatal o autonómica,
se emplearan en el aprendizaje de idiomas extranjeros, esta pequeña
Península y sus islas adyacentes serían uno de los lugares más cultos, y
también más competitivos, del planeta. Con cierto sarcasmo señalaba
Friedrich Engels que en su época los franceses presumían de
cosmopolitismo, pero se imaginaban al mundo entero hablando en francés.
Cabe preguntarse qué habría pensado de la mayoría de los españoles si se
diera una vuelta por aquí.
Xabier Zabaltza es historiador y traductor, autor de Una historia de las lenguas y los nacionalismos.
Artículo extraído del diario digital El País : http://www.elpais.com/articulo/opinion/lengua/comun/europea/elpepiopi/20090530elpepiopi_4/Tes
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